miércoles, 12 de abril de 2017

El caparazón de la tortuga parda

Cada mañana Ana se encargaba de rellenar con un grano de arena el caparazón hueco de una enorme tortuga marina parda. Lo rellenaba porque ver aquellos espacios vacíos la molestaba enormemente, y desde la primera vez que lo vio en la orilla de la playa, se había prometido a sí misma llenar aquel vestigio hueco, que en el pasado albergó vida, con un nuevo grano de arena. Al principio aquella acción la reconfortaba, le ayudaba a empezar el día sintiendo que de alguna forma tenía un propósito. A veces imaginaba los granos como células vivas que alguna mañana, por arte de magia, se unirían creando tejidos y órganos vivos. Sin embargo, los meses pasaban, y aunque uno a uno iban juntándose creando pequeñas montañas, los espacios vacíos parecían incrementarse y hacerse más evidentes. Lo reconfortante se transformó en desagrado, una sensación pesada a la que seguía una profunda frustración. De repente el acto de llenar, dejó de estar conectado con ella para convertirse en una idea independiente que lo abarcaba todo y nada. Una idea que la perseguía antes de irse a dormir y la enfadaba cuando se despertaba temprano recordando que debía ir a por un nuevo grano de arena. Por la playa donde Ana rellenaba el caparazón de la tortuga, pasaron viajeros que ante su expresión furibunda y la envidiable decisión con la que añadía aquellos granos, quisieron ayudarla sustituyéndola algunas mañanas. Sin embargo, Ana nunca lo agradecía, se quejaba de que nadie hacía lo suficiente, y de que por la falta de ayuda ninguna tortuga volvería a renacer de aquellos huesos secos.