Cada mañana Ana se encargaba de rellenar
con un grano de arena el caparazón hueco de una enorme tortuga marina parda. Lo
rellenaba porque ver aquellos espacios vacíos la molestaba enormemente, y desde
la primera vez que lo vio en la orilla de la playa, se había prometido a sí
misma llenar aquel vestigio hueco, que en el pasado albergó vida, con un nuevo
grano de arena. Al principio aquella acción la reconfortaba, le ayudaba a
empezar el día sintiendo que de alguna forma tenía un propósito. A veces
imaginaba los granos como células vivas que alguna mañana, por arte de magia,
se unirían creando tejidos y órganos vivos. Sin embargo, los meses pasaban, y
aunque uno a uno iban juntándose creando pequeñas montañas, los espacios vacíos
parecían incrementarse y hacerse más evidentes. Lo reconfortante se transformó
en desagrado, una sensación pesada a la que seguía una profunda frustración. De
repente el acto de llenar, dejó de estar conectado con ella para convertirse en
una idea independiente que lo abarcaba todo y nada. Una idea que la perseguía
antes de irse a dormir y la enfadaba cuando se despertaba temprano recordando que debía
ir a por un nuevo grano de arena. Por la playa donde Ana rellenaba el caparazón
de la tortuga, pasaron viajeros que ante su expresión furibunda y la envidiable
decisión con la que añadía aquellos granos, quisieron ayudarla sustituyéndola
algunas mañanas. Sin embargo, Ana nunca lo agradecía, se quejaba de que nadie
hacía lo suficiente, y de que por la falta de ayuda ninguna tortuga volvería a
renacer de aquellos huesos secos.