Entre las ramas de los árboles y en el propio vacío de la sabana, se podía distinguir el peculiar llanto de un niño recién nacido. Su llanto no era agudo o estridente, era más bien todo lo contrario. Grave y absorbente, parecía viajar a través del viento, comunicándose con los animales, pequeños o grandes, que quedaban profundamente aletargados al percibirlo. Poco a poco, todos ellos levantaron sus orejas, y como en una única manada se dejaron llevar por sus instintos, buscando tranquilamente y sin correr, el lugar del que surgía aquel llanto que tan relajados los hacía sentir. Marchaban leones, hienas, cebras, jirafas... como en un desfile, caminando ordenadamente y sin mirarse los unos a los otros, haciendo caso tan solo a la sensación de bienestar que tan de repente les había embargado.
Tras cientos de pasos andados, los animales llegaron a un pequeño montículo de hojas del que asomaban unas manitas rollizas, que se movían al compás de aquel llanto que ahora se había transformado en balbuceos. La piel oscura y ligeramente verde de un niño, brillaba con los últimos cálidos rayos del sol. Los animales no paraban de acumularse a su alrededor, y cuando el sol se escondió por completo, la hierba abrazó al bebé dejándolos perplejos. El silencio los despertó a todos, fueron conscientes de sus presencias y fue entonces cuando comenzaron a perseguirse los unos a los otros.
(Relato publicado en la tercera edición de Purorrelato de la Casa de África)