Una persona excesivamente racional te dirá que las casas son
solo casas, no tienen alma, son como los objetos, que son cosas: no respiran, no
hablan, no se mueven y por lo tanto son inanimados y fríos. Una casa es una casa
al fin y al cabo, una edificación construida con paredes, suelo, azulejos y varias
capas de pintura. Sin embargo, por mucho que los más escépticos occidentales pudieran
oponerse, esta casa sí tenía alma. Sin ninguna duda.
No solo tenía alma, sino que además respondía al nombre de
Adán. Su creador: el arquitecto Frankenstein, la construyó con partes diferentes.
Con su gran habilidad troceó objetos y recuerdos y los mezcló sin ningún reparo.
Casi que en lugar de arquitecto, se le podría haber considerado cirujano de
alto estatus. No escatimó en esfuerzos. Mezcló hasta en aquellos pequeños
detalles que podían haber pasado desapercibidos. Los fundió de tal forma, que cualquiera
podía creer que habían surgido, desde el principio, de una misma fuente.
A pesar de los esfuerzos del arquitecto por crearla, para la
mayoría de las personas esta casa solo era una casa.
Únicamente para unos pocos: una abominación.