Y estás
en tu cuarto, en esas cuatro paredes que se aferran a lo más profundo de ti,
que te ahogan pero que al mismo tiempo tanto necesitas. Estás en tu cuarto y
algo en ti te grita muy dentro, pues el tiempo pasa, lento, frustrante, vacío… Casi puedes escuchar el tic tac de las
manecillas, aunque allí no haya ningún reloj. Tu cabeza se sumerge en ideas
coléricas, gastadas quizás demasiado usadas. Andas perdido, buscas algún escape
con el que poder mascar algunos minutos, una chispa interesante que desate un
algo. La vida es jodida si, apenas hay calderilla en tu cartera, no reconoces a
los que de niño quisiste, y ya no sabes muy bien si es tu familia la que te odia o eres tú quien
la odia a ella.
Esa
idea obsesiva aparece sin esperarlo frente a tu puerta. En las otras cuatro
paredes que te retienen, que son más amplias sí, recorren las varias decenas de
calles de tu barrio, pero que no dejan de ser paredes que retienen. Nunca
fuiste de leer, pero ese algo que se muestra frente a ti se te antoja llamativo,
atrayente. Coges el libro en mayúsculas y lo lees. Y nace una idea. Comienza
siendo una idea pequeña, frágil, se tambalea fácilmente cuando alguien intenta
desmontarla. Pero la vas rellenando de palabras duras, de emociones rotas, y va
creciendo. Pero aunque tú no lo sepas, nació llena de huecos. Y aunque te pese,
anida el vacío de recuerdos agrios, el vacío de tu baja autoestima, el vacío de
tu dependencia ciega a los que te rodean. El vacío de una madre que te dio la
espalda, el vacío de tu guía muerto. El vacío de la traición. El vacío del
propio vacío.
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