Cuando el telón cayó frente a su cara se hizo el silencio.
Se destruyó el escenario, se destrozó el atrezo. Solo quedaban ella y aquel
personajillo arrugado que intentaba esconder su desnudez con un trozo de tela
roja. El hombrecillo temblaba, como también lo hacía ella. Él por su
fragilidad, ella por su vergüenza. Ambos se miraban fijamente perplejos. Ojos
enormes. Pupilas dilatas. Aquella criatura masculina había aparecido de la
nada. Generación espontánea. Nadie lo había invitado y probablemente ni él
mismo deseaba su existencia. Sin embargo allí estaban, ella sentada frente a
las ruinas del escenario observando perpleja, y él de pie en el centro del caos,
buscando respuestas en su mirada. Quizás la criatura fuese fruto de aquella
obra teatral mala que acaba de presenciar, de un argumento infantiloide, de actos predecibles y giros sin justificación
lógica en un guión bien escrito. Lo indudable era que la mentira había caído,
como tantas otras veces. Pero esta era la primera vez que se materializaba en algo tan feo.
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